(adaptación libre del inicio de "El asceta" de Rabindranath Tagore)
Segundos, minutos, horas, días, noches, semanas, meses, años ... ¿qué es todo eso? El río del tiempo, cuya corriente se lleva la vida, se ha parado para mí. Estoy en una cueva oscura, solo conmigo mismo, solo con la noche eterna, inmóvil como un lago entre montañas que se espanta de su propia profundidad. El agua se filtra y gotea por las grietas de esta cueva. Y yo, sentado, admiro el prodigio de la nada. Horizonte tras horizonte se van alejando los confines del mundo. Las estrellas, como chispas de fuego que vuelan del yunque del tiempo, se extinguen. Siento ese placer interior que los dioses sienten cuando, tras siglos de ensueño, se despiertan solitarios en el corazón de la ruina eterna.
Cuando yo era esclavo tuyo, Naturaleza, tu azuzabas mi corazón contra mi corazón, y la guerra cruel del suicidio espiritual invadía mi mundo. El deseo, que vive solo para comerse a sí mismo, me espoleaba hasta enloquecerme mientras yo corría furibundo de un lado a otro, detrás de mi sombra. Ese deseo me hostigaba con el látigo del placer hacia el vacío de la saciedad. Pero esos apetitos por ti provocados no me traían más que hambre infinita y no eran más que polvo de manjares y vapor de brebajes.
Un día, sucio ya de lágrimas y cenizas por toda mi alma, decidí vengarme de ti, Apariencia Interminable, incitadora de disfraces. Me escondí en la sombra, castillo de lo infinito, y luché día tras día con la luz embustera, hasta que, rotas todas sus armas, caiste vencida a mis pies.
Ahora, ya libre del miedo y de los deseos, desvanecida mi niebla y pura y brillante mi razón podré sentarme intacto e imperturbable en el corazón del reino de la mentira.